lunes, 22 de febrero de 2010


Todos los que beben de esta agua, volverán a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca volverá atener sed. Porque el agua que yo le daré se convertirá en él en manantial de agua que brotará dándole vida eterna.
La mujer le dijo:
–Señor, dame de esa agua, para que no vuelva yo a tener sed

RIOS DE AGUA VIVA Los judíos odiaban a los samaritanos. Por otra parte, era muy mal visto entablar conversación con una mujer en un lugar público. Jesús, sin embargo, supera los prejuicios de raza y las conveniencias sociales y empieza a conversar con la samaritana. En la persona de esta mujer acoge a la gente común de Palestina. Es verdad que no era judía, sino samaritana, es decir, que era de una provincia diferente, con una religión rival de la de los judíos. Pero tanto samaritanos como judíos creían en las promesas de Dios y esperaban un Salvador. Primera inquietud de la mujer calmar su sed. Los antepasados del pueblo judío andaban errantes con sus rebaños de una fuente a otra. Los más famosos (como Jacob) habían cavado pozos, en torno a los cuales el desierto empezaba a revivir. Así son los hombres buscan por todas partes algo para calmar la sed y están condenados a no encontrar más que aguas dormidas o hacerse estanques agrietados (ver Gén 26). Jesús, en cambio, trae el agua viva que es el don de Dios a sus hijos e hijas y que significa el Espíritu Santo (7,37). Cuando hay agua en el desierto, aunque no aflore en la superficie, se nota por la vegetación más tupida. Lo mismo pasa con los que vivimos nuestros actos se hacen mejores, nuestras decisiones más libres, nuestros pensamientos más ordenados hacia lo esencial. Pero no se ve el agua viva de la que proceden estos frutos; ésa es la vida eterna contra la cual la muerte no puede nada.

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